Favaloro, entre la medicina y el silencio: las siete cartas de su adiós
Hace un cuarto de siglo, el médico que revolucionó la cirugía cardiovascular eligió irse dejando un testimonio tan crudo como inolvidable. Su partida no fue solo personal, fue una denuncia a la indiferencia.
Se cumplen veinticinco años desde el fallecimiento de René Favaloro, un profesional ejemplar que dejó su huella en la medicina y también en la ética pública. Su muerte, ocurrida por decisión propia, estuvo acompañada de siete cartas en las que pedía perdón y lanzaba un fuerte reclamo a los sectores de poder que le dieron la espalda.
El veintinueve de julio del año dos mil, un disparo directo al pecho puso fin a la vida de René Favaloro, el médico argentino que marcó un antes y un después en la historia de la cirugía del corazón. No se trató de una reacción impulsiva ni de un acto sin aviso. Antes de tomar esa decisión definitiva, dejó escritas siete misivas: una para su entorno familiar, otra dirigida a su abogado y el resto para figuras del ámbito público. Todas expresan la misma mezcla: una profunda desesperanza, una sensación de abandono y un dolor incontenible.
Con setenta y siete años, una reputación internacional y una trayectoria monumental, Favaloro veía cómo su Fundación, creada con el objetivo de garantizar atención médica de calidad a toda la población, agonizaba financieramente. Su sueño de una salud pública equitativa se desmoronaba, y con él, su espíritu incansable.
Durante años solicitó respaldo a distintos sectores: desde el Estado hasta entidades de cobertura médica y dirigentes políticos. En sus textos queda en claro que no buscaba halagos ni favores. Lo que pedía era apoyo concreto. Ese auxilio jamás llegó.
En la soledad de su departamento en el barrio de Palermo, aquel sábado de julio, dejó esas siete cartas sobre la mesa. Luego, tomó su revólver calibre treinta y ocho y apretó el gatillo. Lo que dejó tras de sí fue mucho más que una tragedia personal: fue una acusación directa contra un sistema que eligió el silencio y que, aún hoy, no salda su deuda con su legado.
Las posibles razones que condujeron al trágico final
Aquel veintinueve de julio, Favaloro utilizó un arma de fuego para quitarse la vida, en su vivienda porteña. Tenía setenta y siete años. Había pasado parte de la tarde redactando cuidadosamente siete cartas mecanografiadas, con algunas notas manuscritas.
Una de ellas fue dirigida a sus familiares. Allí pide disculpas, reconoce que ya no puede tolerar ver cómo su obra se desmorona y deja indicaciones claras sobre lo que debía hacerse con su cuerpo. Otra misiva fue escrita para su abogado. El resto fue enviada a autoridades, funcionarios y empresarios, con reclamos puntuales y directos. No pedía piedad. Exigía acciones concretas. Pero, otra vez, no hubo respuesta.
En esos textos se revela a un Favaloro dolido pero firme, luchador hasta el final. Relata con crudeza la crisis económica que ahogaba a su Fundación, la misma que había nacido para dar acceso a la salud a quienes no podían pagarla. Nombra a los responsables, menciona llamadas no respondidas, cartas sin contestar, compromisos que se esfumaron. "Ya no puedo seguir luchando solo", escribe. Y deja una sentencia que aún estremece: "Estoy cansado de luchar y luchar, de ser un Quijote contra los molinos de viento".
Aquellos escritos no solo explican por qué tomó esa decisión. También denuncian, interpelan y piden memoria. El acto final de Favaloro fue más que una despedida: fue un grito desesperado, una sacudida para una sociedad que, como él temía, podría seguir ignorando lo esencial.
Un legado que trasciende fronteras
El bypass coronario que Favaloro desarrolló aún se aplica en todo el mundo y significó una transformación radical en la medicina del corazón. Su compromiso con la educación, su mirada integradora y su defensa férrea de una medicina con valores éticos y alcance universal lo convirtieron en un referente ineludible para generaciones de argentinos.
Pero más allá de los aportes científicos, Favaloro encarnó un modelo de médico diferente: alguien que se formaba constantemente, que decía lo que pensaba sin especulaciones políticas, que escuchaba a sus pacientes y no buscaba fama ni premios. Su lucha era por una salud pública justa y equitativa.
Hoy su nombre adornada placas, escuelas, centros de salud y calles. Pero su verdadera herencia no está escrita en mármol, sino en cada profesional que honra su vocación con integridad, en cada estudiante que sueña con transformar el sistema, en cada ciudadano que cree que la salud no debe ser un privilegio, sino un derecho básico.