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Roberto Sánchez, Sandro, el obrero de su idolatría

Un día del enero de hace doce años, en Mendoza, se murió nomás Roberto Sánchez, es decir, Sandro. Eso pasó después de una larga pulseada: había recibido trasplante de corazón y de pulmones. Me cuidaré de no caer en la comodidad de afirmar “12 años sin Sandro”.

19/08/2022 14:18
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Por Rodolfo Braceli, Especial para Jornada. Desde Buenos Aires

El “sin” no tiene sentido desde el momento en el que, ahora mismo, estamos hablando del personaje. A Roberto Sánchez, el autor de Sandro, lo entrevisté seis veces. Por empezar en una serie de tres reportajes sucesivos para la revista Siete Días; años después para Gente. Con el tiempo me di cuenta que en su último reportaje él, que era tan celoso de su vida privada, me estaba entregando una especie de confesión, con algo de testamento.

   ¿Cómo definir a Roberto Sánchez? Sánchez fue, ante todo, un denodado obrero de su idolatría, el autor de un muñeco intenso y seductor llamado “Sandro”. Y los autores de Sánchez fueron sus padres: don Vicente, alguien que, sin ser zapatero, le cambiaba las suelas a sus zapatos, y doña Irma, “Nina”, su madre inválida.

   Entre las hazañas de Roberto Sánchez está la de conseguir (antes de su fallecimiento) transgredir la muy argentina costumbre de recordar a sus próceres e ídolos por las fechas de sus muertes y no la de sus nacimientos. Somos campeones de los mega velatorios y de los epitafios. (¿A qué se deberá esta fascinación por lo necrológico?)

   El caso es que Sandro, como nadie, fue y es celebrado por el día de su nacimiento. Eso pasó en Valentín Alsina el 19 de agosto de 1945. Gracias a la generosidad del azar, tuve el privilegio de compartir la víspera de dos de sus cumpleaños. Me detendré un poco para recordar el de agosto de 1980; por entonces él cumplía 35 y fuimos a un boliche de siete mesas de Banfield. Pidió whisky, de inmediato le trajeron una botella. Para no perder mi eje, yo elegí vino. Aquella noche Sandro bordeó la zona de confesión. Entre otras cosas, me dijo:

–“No me importa que me usen. Lo malo es caer en desuso. ¿Ves, Rodolfo, esa lanza que adorna la pared?” ¿Qué pasa con la lanza, Roberto? “De la lanza quiero ser la punta y no el mango. Y con la punta quiero romper la lona”. ¿Para qué? “Para que por allí entre el sol”.

   Aquel cumpleaños, ya entrando a la madrugada del 19, Sandro lo terminó con un discurso ante una supuesta multitud, él subido a una mesita: “–Damas y caballeros, los he convocado para decirles: no quiero que nadie cave la tumba por mí. Quiero agarrar yo la pala. Si con la pala le doy para adelante, haré un surco… Si con la pala me quedo donde estoy, haré una tumba, la mía. Nada más. Muchas gracias.”

  Y se bajó de la mesa, y me dio un abrazo. Y, madremía, brindamos otra vez.

  Me da gusto compartir algo más: un fragmento de mi libro “Madre argentina hay una sola”. A Sandro le encantaba hablar de sus padres. De Nina me dijo: “El reuma se le convirtió en artrosis al año de yo nacer. Entonces ella tenía 21 años. Así quedó y ya no pudo tener otro hijo. La muchacha vital y rubicunda que se había casado con mi padre se convirtió en una inválida que pesaba apenas 40 kilos. Fui criado por esta mujer a la que se le soldaron las rodillas. Cuando yo tenía 23 años y fama y ella tenía ya sus 42, la hice operar. Allí supe la importancia de lo que se llama guita. Para operar a mi madre traje a un médico argentino que vivía en Canadá.

   “Yo, salvaje y callejero, fui criado por Nina. Ya mayor, siempre traté de estar cerca de ella. Algún tarado me acusó de complejo de Edipo. Esta mujer me enseñó todo desde su inmovilidad. Por las noches nada de Caperucita Roja, me leía “Las mil y una noches”. A mis tres años íbamos los miércoles a ver películas de amor. Después me pedía: ‘Contame lo que viste’. Yo entonces le decía: ‘Voy a ser artista de cine en colores, mamá’. Y es lo que soy.

   “Mi madre me dio cosas definitivas: como que me hizo socio de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Valentín Alsina. Me inició en el supremo placer de la lectura. Yo de niño era una ametralladora de travesuras. Me decían terapia intensiva, porque ni mi familia me podía ver.

   “La vida entera de mi mamá fue puro sufrimiento. En los últimos años, le instalamos su dormitorio en el comedor, más cerca de nosotros. Ella no aceptaba damas de compañía. Bravísima, no quería extranjeros en la casa. Y se murió como se moría la gente antes: en su cama. No en un asilo de indefensos ancianos, no en un moridero. Como se ha vuelto frecuente en estos tiempos… pero, ¿qué es esto de sacarse los viejos de encima y arrojarlos a un depósito?

  “La vida tanto te da y tanto te quita. Cuánto, ¡pero cuánto me ha dado! Pero –y lo digo sin queja– cuánto, cuánto me ha quitado. A mi año de edad mi madre era una señora postrada. Con un carácter de la madona, y un temple ejemplar. Ejemplar dije: porque el aprendizaje de su temple me permitió resucitar en 1993; por entonces yo apenas podía respirar y sostenerme sobre mis dos piernas en la ducha.

   “Irma Nidia Ocampo fue la mujer elegida por otro ser maravilloso, mi padre; ese hombre hasta me cambiaba las suelas de los zapatos.

   ”Tenía mi mamá 64 años cuando murió. Su cuerpecito había pasado por dieciséis operaciones. Lúcida hasta su última noche, se murió con la bolsita de agua caliente entre las manos. Ella pudo ver mi fama y toda esa milonga que fue construyendo un muñeco que se llama Sandro. Pero ella a Sandro, para decirlo en criollo, no le daba bola. Yo era el hijo. Y chau. Su entereza estaba sostenida por un humor brillante. Para su último cumpleaños le preguntaron qué regalo le había gustado más, y dijo: “Las zapatillas de danza que me trajo Roberto”.

    “Yo soy Sánchez Ocampo, je. Hijo de Irma Nidia Ocampo de Sánchez.”

Posdata.  Imaginemos: Él, el ídolo, ya es un hombre mayor. Esta noche, se acuesta muy tarde. Pronto se encuentra acunado por un sueño. Sueña el ídolo en su otoño con unas zapatillas de baile que ahora empieza a calzarle a una anciana. Ella, Nina, se vuelve joven en segundos. Entonces, deja su eterno sillón, da un paso y otro, al tercer paso se encuentra girando en los brazos de él. ¡Gitanos los dos! Él, el ídolo, en su sueño es mayor que su madre. Los dos en el sueño escuchan un vals y bailan. Bailan ¡radiantes de felicidad!

  A todo esto, don Vicente Sánchez los está mirando desde el umbral, y sonríe aliviado. Porque ya vio que la suela de las botas de su hijo no tienen agujeros.

* zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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