La voz de los Otros

Una nueva distopía: perder nuestra voz

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Lichtenberg decía que a un prólogo se le podría llamar matamoscas. Bueno, en todo caso espero que el título que he elegido para estas palabras no llame, por ventura, a moscas del tipo amantes de nociones tales como «lo otro», «la otredad» y cosas por el estilo, por lo que si usted es un díptero de aquella especie, le advierto: no encontrará cosa semejante en mis palabras.

Hace algún tiempo, pensaba en una curiosa distopía. Imaginaba que alguien inventara un dispositivo para hablar con la voz de otra persona. Pongamos por caso que yo quiero hablar como Victor Hugo —y excedamos, por favor, cualquier inconveniente que implicaría no tener algún registro de su voz—. Imaginemos que podemos hablar con la voz de cualquier personaje histórico; que, luego de un intrincado proceso de regulación, luego de ubicar el dispositivo en nuestras cuerdas bocales; luego del periodo de adaptación necesario, y una vez superadas las muy posibles secuelas de la operación, podamos al fin hablar como ese personaje que tanto queremos.

 

 

Ahora bien, no es de recibo —siguiendo mi hipótesis— elegir más de una voz; tan solo podemos hablar como un alguien determinado y sin derecho a cambio: el sistema no aceptaría más que un solo tipo de voz. La única imaginable variación llegaría a darse si nos volviéramos a someter a la complejísima intervención y adquiriéramos, por lo tanto, la voz de alguien nuevo; pero ya está dicho: uno a la vez —y con enorme riesgo de perder la vida entre caso y caso— (lo recomendable sería sufrir tal operación en una sola oportunidad, por lo que sería inexcusable encontrarnos muy seguros de querer sufrirla).

Imagino que, más allá del artefacto, el proceso vendría acompañado de un riguroso plan de estudios. Uno no solo conseguiría la voz de otro, sino que también se comportaría como él. Pues, ¿qué sentido tiene hablar sin ser? Uno debería semejar milimétricamente, en cada gesto, a  su elegido y debería adecuar sus modos. Si, por ejemplo, el hablante era de Málaga, habremos de comportarnos lo más malagueñamente posible, y así en cada caso particular. Deberemos mimetizarnos completamente, ya que si es cierto que la palabra crea, acaso no seamos más que una voz. Por lo mismo: hemos de volvernos uno con el sujeto simulado.

Luego del extenso y nada sencillo proceso, ya podríamos sentirnos plácida y completamente aquella persona, pero se me ocurre que sería el momento en el cual sobrevendría puntualmente lo terrible: uno ya no puede dejar de ser otro; o, mejor dicho: uno ya no puede volver hacia sí mismo. He dicho que el proceso de cambio es posible, pero es un proceso por sí mismo irreversible: sería inviable readecuar el sistema para obtener nuevamente la voz que perdimos. Hablaremos en otros hasta la muerte.

Ahora, les pido que pensemos un momento en lo que conllevaría; imaginar qué sensaciones tendríamos si tal cosa ocurriera. Dejaré unos renglones para tal propósito.








Pues bien, ¿no les ha parecido escandalosamente ominoso? Toda la vida siendo Nietzsche —sin serlo—; toda la vida cantando como Mercury; toda la vida orando como Luther King, ¡pero sin nosotros! Sin uno dentro de sí. ¡Terrible, terrible!

 

 

No seríamos mucho más que un pelele relleno de ajenidades; un cuerpo manoseado por otra existencia. No podríamos encontrar referencia cierta en el mundo porque habríamos perdido por completo nuestra autonomía. Y yo pienso: ¿Acaso esta es cosa diferente a la que se someten todos aquellos seguidores de las escuelas del pensamiento? ¿Es, lo que yo digo, demasiado diferente a ser lacaniano, freudiano y demás?

No, no lo es (y tanto peor para los aludidos).


 

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