La autoridad de la experiencia: vindicar la madurez

La senectud y sus méritos.

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada


Siempre he tenido la costumbre de prestar el oído a los mayores, es una costumbre que arraigó en mí desde que tengo memoria y, debo confesarles, es algo que me place sobradamente. Me siento como imantado hacia la sapientísima voz de la experiencia, como quien escucha un canto de sirenas. Sin embargo, es claro que podemos preguntarnos si acaso tal cosa es sensata. Quiero decir, disculpen, si acaso ello porta verdadera utilidad y puede edificarnos en algo, o tan solo se trata de un espejismo formado por vaya a saber qué clase de mito.

Recuerdo las palabras de alguien que se ha convertido en un gran, en un íntimo amigo mío, el buen señor Thoreau, a quien tantas veces suelo acudir. El buen hombre, natural de Concord, nos decía allá por los años del XIX:

«La vejez no se halla más capacitada para dar enseñanzas que lo está la juventud; ni siquiera en iguales condiciones; porque lo que supo aprovechar no es tanto como lo que ha perdido.»

Pero es preciso destacar que el bueno de Henry era alguien un tanto ríspido, e incluso —y por lo mismo— alguien huraño. Sin embargo, justo es decir que en algo tiene razón, no podemos establecer que, tan solo por haber vivido, una persona se encuentra capacitada para impartir lecciones. Pero ocurre seguidamente que esa afirmación me incomoda mucho, tanto como si escondiera maliciosamente un dulce secreto; como si bajo de un manto de tierra pútrida se ocultara la veta mineral que espera nuestro cuidadoso trato.

 

 

Lo más sustantivo de todo esto reside en el hecho de que está muy al alcance percibir cómo nuestros abuelos, una vez entrados en años —y así no hayan aprendido gran cosa en la vida— y, por lo tanto, encontrándose siempre más cerca del umbral definitivo —y aunque todos lo estemos de alguna manera—, sufren una suerte de transformación en la vista; se aguza su mirada; llegan a observar con precisión maravillosa. Y tal cosa me ha ocurrido reiteradas veces en las ocasiones que he servido de compañía a gente moribunda: miran con otros ojos; o acaso es que, de una vez y para siempre, miran verdaderamente con los Ojos (con toda la potencia de la Vida a su alcance). ¡Lo miran todo!

 

 

Y he aquí lo que pienso cada vez que considero a los adultos mayores: que guardan un extraño secreto y portan también una autoridad casi inherente. Que, por el solo hecho de encontrarse más allá, merecen un trato diferencial, ¡y es que no es cosa poca encontrarse más allá! Más de una vez se han dirigido hacia mí como si lanzaran una letanía exhortadora; como si su voluntad fuera inapelable y buscaran por todos los medios enderezar mi senda. De allí el adagio, ¿no?:

«¡Si la juventud supiera… y la vejez pudiera!»

El saber popular nos sugiere que suele acontecer de manera inversa: la juventud puede, pero la senectud es la que sabe (y no estimo que falte a la verdad). 

 

 

Pienso que un buen camino es encontrarnos despiertos y, como estableciera en mi columna anterior, escuchando todo lo posible; porque al perder a un anciano perdemos un ingente cúmulo de experiencias. Perdemos un modo particular de ver la vida, un modo que jamás volverá a manifestarse con iguales características; porque nos acerca una porción de la historia que tan solo en él pervive; porque la historia es la vida y los libros no saben traducirla… digo: no la alcanzan. ¿Cómo haría un libro para hablarme como la Nona? ¿Y acaso no es evidente que su testimonio es inapreciable, dado que su particularísima forma de experimentar los acontecimientos no volverá a repetirse jamás y que llegar a una elevada cantidad de años es privilegio —¡privilegio, sí!— de unos pocos?

Yo creo que debemos extremar medidas y andarnos con soberana cautela. Que debemos escuchar a nuestros abuelos... digo, porque no existe mejor manera de anticiparnos al futuro que escudriñando atentamente el pasado.

 

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