Errados investigadores de la verdad

Verdad de pocos, mentira de mayorías.

Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Resuenan en mi interior estos ecos admonitorios e implacables, porque hace tiempo vengo observando cómo nos dejamos arrastrar por la tendencia de las mayorías y yo creo, perdónenme, que no puede haber fatalidad más clara. ¿Acaso alguien podrá inferir que soy una persona antidemocrática? Yo espero que no, y espero también que sean precavidos al establecer una opinión semejante; sin embargo, no es menos verdad que la democracia es una manera diferente de fatalidad. Digo: de destino trágico.

Y digo todas estas cosas porque he podido ver cómo se ha instalado la tan reprochable falacia del número (falacia ad numerum). Esa falacia que cifra sus conclusiones en la opinión de las mayorías; esa que se sirve de un análisis cuantitativo de la realidad. Todo gracias a que, hace pocos días, paseando por una librería, acabé por dar con el libro de un famoso filósofo argentino de nuestros días. En la portada podía leerse una etiqueta considerable que ponía: «85 000 ejemplares vendidos». En verdad generó tan honda impresión en mí que solo recuerdo la etiqueta aludida y no el libro en cuestión. Yo me pregunto: ¿Y qué, acaso las gentes no pueden equivocarse en masa? ¿Y acaso no tenemos sobrados ejemplos? ¡¿Y quién fue el sujeto que nos emponzoñó con la idea de que «’tantos’ no pueden estar equivocados»?! Creería lo contrario si no viera que el mundo es mayormente un flagelo, cosa que, si las mayorías hicieran bien su parte, no debería ocurrir.

 

 

¡No, no, no! Yo atiendo que algo es solicitado por las mayorías y temo, ¡temo horriblemente! Y más hoy, cuando nos han proporcionado las herramientas para pronunciarnos sobre los más variados temas sin haber tenido antes la ocasión de robustecer adecuadamente nuestro entendimiento. Somos opinantes, y aun parece que tal cosa debe enorgullecernos. Pero yo creo que quizá se trate también de nuestra irrefrenable tendencia a la premura; vivimos en ritmo desesperado y el detenimiento nos genera una intolerable sensación. ¡Pero es claro! Ocurre que en esto también nuestro miraje se encuentra corrupto: solo se posa sobre aquello que puede conquistar. Ahora recuerdo a Sabato: «la embriaguez del infinito dominio». Y para colmo nuestra actualidad desenfrenada nos obliga al contraste, a ver día tras día la vida de nuestros semejantes que la lucen como si estuvieran al servicio de la más penosa empresa: la impostura.

 

 

Sin embargo, recuerdo también las palabras de mi profesora Raquel; esas palabras cuando nos cantaba que la democracia es el sistema más preferible de todos, pero también el más perfectible (por eso lo de «destino trágico»). Y lleva razón. Si mis inquietudes fueran tan solo caprichos de un contemporáneo no tendría sentido la abultada cantidad de libros (pero también libelos) que han sido escritos a tal respecto. Es esta una inquietud que posee mucha actualidad, porque según vemos, todavía no damos con la mejor manera de establecer nuestra personalidad, ¡y de eso se trata! ¡Se trata de fundar nuestra identidad! (O desescombrarla).

Todo esto porque la verdadera posición desde la cual ejercer nuestra voluntad es nuestro yo, nuestro íntimo yo, nuestro yo más profundo. Debemos descubrirnos en nosotros. La única manera de alzar nuestra voz es siendo individuos y no agentes cohesivos de la masa. Y todavía más: debemos aprender a conocer también cuál es nuestra personalísima opinión, cuál nuestra voluntad sincera, porque, ¿qué puede importarnos a nosotros lo que lean 85 000 anónimos? ¿Y —más allá de confiar o no en esa estadística— por qué habría de ser algo bueno? ¿No se ve acaso cómo es preciso que establezcamos un límite a la ominosa falacia del número? ¿No va siendo hora de construir el valor de la identidad y dejar de andar escondiéndonos en el tumulto? ¿No es momento de abandonar el complaciente, comodísimo resguardo de la pertenencia?

Sea como fuere, yo deseo empezar con la tarea. Me bajaré del colectivo del siglo, me pararé frente al recio embiste de la marea, pero seguiré sujeto a mí mismo. Yo, uno más. Yo, uno menos.

 

 

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