Elogio a la enseñanza

Devolver la reputación a nuestros mentores

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Cuando indagué por primera vez en el étimo de «educar» descubrí algo maravilloso. Ocurre que la palabra nos llega de un verbo latino factitivo educre que expresa «hacer que algo o alguien salga por sí mismo de un estado o recinto», y por eso es oportuno mencionar que «factitivo» significa que hablamos de un verbo que no se agota en la acción de uno, sino que implica, sobre todo, que sea otro quien realice la acción. Pues bien, que «educar» se presenta en nuestra lengua como «dirigir, encaminar» y también como «desarrollar o perfeccionar las facultades de los demás». Educando se proporcionan las herramientas necesarias para que un otro logre despuntar sus botones secretos, flores condicionales que dependen de un trato dedicado y amoroso. Y, aunque parezca que redundo, todo esto ha sido necesario para que les cuente que ya en el latín se utilizaba una dulce metáfora, sirviéndose de la voz educre para referirse a los frutos de la tierra. ¡Y claro! ¡Uno ayuda a que la tierra haga por sí misma lo que sabe mejor! ¡Pero qué sabrosa paradoja!

En mi ya no sé si tan extensa o corta vida, he tenido la bendición de conocer a muchos maestros. Esto, aun sin hacer uso del demagógico recurso de considerar como un profesor particular a cada escritor que admiro (que, pese a mis anticipaciones, es de alguna manera cierto). ¡No! Yo me refiero a profesores de los del tipo de carne y hueso: vecinos, amigos y parientes. Mi propio padre era uno, pero también lo fue mi abuelo, ¡y mi adorada madre! Incluso, hace no mucho tiempo, me he granjeado la amistad de la profesora más longeva que haya tenido el gusto de conocer (y no hay vez que no descubra, luego de visitarla, el vasto alcance de mi ignorancia).

He tenido siempre una gran admiración por la vocación del que enseña, ya que la estimo, a todas luces, la más alta garantía de generosidad. Y este mi aserto no debería extrañar a nadie. ¿Por qué? Pues tan solo porque enseñar se enseña con todo y en todo; quien encarna el encomiable traje del magisterio sabe que lo hace como si fuera sotana de una sola puesta y para siempre. Quien descubre en sí la vocación de la enseñanza no puede desandar el trecho logrado y sabe de cierto que se ha consagrado al arte excelente y sustancial, madre de todas las artes. Cuna del mundo.

 

 

Se ha popularizado —hasta el punto de abigarrarse en la madeja popular— aquella frase de Sartre que sentencia: «Lo importante es lo que hacemos nosotros mismos con lo que hicieron de nosotros». (Las bastardillas son mías). De acuerdo, si tomamos su afirmación como válida también podríamos decir sin remilgos que somos un poco todos aquellos maestros que tan delicada, torpe, amorosa, enojosa… en suma: trabajosamente nos han hecho. Vive dentro de cada cual un resquicio de pedagogía inmarcesible, un resto de voluntad afanosa por sernos. ¡Y pensar que era el mismo Sartre quien aseguraba que los hombres somos nuestro propio proyecto!... Pero, así y todo, el francés nos ha enseñado mucho, ¡y bien sabemos que hasta el grueso error es un educativo ejemplo!

Es casi imposible pretender que no se enseñe de alguna manera y es todavía más impensado no erigir en alto y solemne pedestal la labor de la enseñanza. ¡Debemos entronizar a nuestros maestros y dignificarlos! Pero tampoco hemos de olvidar que la dignidad no es tal por casarse con el peculio, con el burdo dinero. Es cierto que debemos pagar justamente y hasta excepcionalmente por el trabajo de nuestros mentores, pero no es menos verdad que se trata de una simple derivación. La enseñanza no se ha devaluado por el dinero que percibe, está devaluada y por eso no percibe el dinero que merece.

 

 

Para mejorar la condición de nuestros maestros es preciso antes ser nosotros humildes y pacientes alumnos; debemos otorgarles el lugar designado haciendo un marcado y reverencial silencio. Casi parece que aquellas semillas buenas que dejaron en nosotros, ya malhadadas, han devenido en enredaderas sin objeto o en maleza enrevesada. ¡Estamos estragados!

De aquí la pregunta: ¡¿Cómo empezar a exorcizar nuestros corrientes vicios?!

Quizá, sea un buen ejercicio realizar un feliz inventario, pasar revista por aquellos nombres que nos han hecho ser. Yo los recuerdo fulgentes todavía:

Alejandra, Mané, Celia, Viviana, Martita, Raquel, Zanier, Gringa.

¡Salud, bienamados míos! ¡Llevo sus signos por siempre en mi corazón!

¡A ustedes me debo!

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