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Franz Kafka en pandemia

06/09/2020 20:27

Cuando comenzó esta pesadilla de la peste que nos asola –hoy virulentamente instalada en diversos sitios del país-, creímos que era cosa de un par de semanas, a lo sumo de un mes. Recuerdo que yo tenía que dictar un curso a comienzos de agosto, y en aquel remoto mes de marzo, me pareció evidente que para entonces todo estaría superado


Era cuando se apelaba al libro de Camus sobre la peste o –de manera menos obvia- a aquel “Diario de la guerra del cerdo” de Bioy Casares, en el cual se hacía a los ancianos víctimas del ataque público, en tanto se los consideraba una especie de denigración social. La letalidad mayor del virus para con los de más edad permitía esa asociación, llevando trágica actualidad para aquel libro que circulara hace medio siglo.


Pero la pandemia se hizo larga. No la cuarentena, interrumpida hace ya largo tiempo, y que sólo detractores interesados han podido imaginar “la más larga del mundo”. Es la pandemia la que se prolonga, aquí y en todo el orbe. Tenemos posibilidad casi cierta de vacuna a seis meses de distancia. Y eso es un logro pero no es “pasado mañana”, resulta tiempo inevitablemente largo.

La penuria aumenta, mucha gente se contagia por estar cansada y salir a la calle como si nada ocurriera, existe desconcierto social: si exigieran encierro pocos lo querrían cumplir, pero si no se lo exige marchamos hacia una deriva con aumento indefinido de los contagios y las muertes, además del colapso del sistema sanitario, en cuyo umbral ya estamos. Con personal de salud a su vez harto de la indiferencia social, y gobiernos que –con mayor o menor decisión para pilotear a la sociedad en esta hora difícil- en todos los casos lidian con una población remisa y hastiada.


Es que es Kafka quien viene al caso. El gran escritor que tuviera un padre autoritario e insufrible, y que graficara sus pesares con el personaje de “El castillo”, que no sabe por qué está donde lo han puesto. O el de “El proceso”, que no sabe por qué lo juzgan: ni quién lo hará, ni cómo, ni cuál es la culpa de la que se lo acusa, pero sin dudas tiene una culpa sobre sus espaldas, enorme y sorda, ignorada pero aplastante.

Está pasando de oficinas en oficinas, todas grises, graves, anónimas, donde expedientes múltiples e incomprensibles se abultan contra las paredes, donde él es uno más de los que engrosan esos sórdidos expedientes, donde le preguntan cosas incomprensibles y lo envían hacia otros sitios, otras oficinas, donde extraños personajes no identificados lo interrogarán a su vez, le pedirán razones de cuestiones que ignora pero que seguro ha realizado, que no sabe cuándo ni cómo pero se siente responsable de haber realizado, todo en un espacio de vaporosa memoria y persistente amnesia.


Así nos sentimos. Como náufragos que al comienzo veíamos la costa cuando salimos de puerto, y ahora navegamos a la deriva sin horizonte ni tierra que aparezca, sin brújula que nos oriente. Para colmo, con extrañas marionetas oníricas que nos bailan alrededor, que pululan diciendo que no hagamos caso, que todo es mentira, que no hay virus ni pandemia, que es maléfico invento de Bill Gates, que salgamos a la calle. Esos muñecos de cierta televisión, que como en el tango “Siga el corso” muestran chuscos carteles, máscaras absurdas de risa, muecas que se descomponen en un estertor, aquel del final de los que sabemos cada día que mueren bajo los efectos del flagelo.


El ruido alrededor carece de sentido. Legisladores que en nombre de la República, hacen lo antirrepublicano: no debaten, arman show mediático, son una especie de fondo difuso contra el cual se cierne el drama de la intemperie repetida, de la cada vez igual experiencia de los días, de la identidad de la realidad a sí misma, de la cancelación del tiempo y sus vaivenes. Así estamos en estos circuitos kafkianos: sólo en los fondos del recuerdo y los afectos, puede anidar todavía el hálito recuperador de la esperanza.-


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