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Don Borges sabía leer

31/08/2020 06:37
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Desde luego que, a los fines periodísticos, decir 120 años suena más efectivo que decir 121 años. Pero ahora no vamos a claudicar al vicio de los así llamados “números redondos”. El pasado lunes 24 de agosto se cumplieron 121 años del nacimiento de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo. Y, aunque no se trate de un bendito “número redondo”, seguimos celebrando esa fecha. Porque es el Día del Lector.


Lo celebramos a contrapelo del malestar de tantos periodistas, enemistados ellos con la lectura desde la más tierna infancia. Es decir: campantes iletrados de la primera hora.
La vagancia y, más aún, la abulia, son más contagiosas que el mismísimo bostezo. Hay que decirlo con todas las sílabas: estamos sembrados de periodistas porfiadamente reacios a la lectura. Borges diría: sembrados de escribas “pertinaces” en su ignorancia. Añado: sembrados de una manga de pavos reales engreídos. Y no porque los libros muerdan. O sí, porque los libros muerden. Si algo escasea entre los autodenominados comunicadores, son lectores genuinos. Sin ánimo de generalizar, los anti libros son demasiados, y son parejitos en la tenacidad de sus ignorancias.


Es por demás evidente: abundan los comunicadores que apenas si alcanzan el paupérrimo nivel del idioma del selvático Tarzán. Entonces, es lógico que el “24 de agosto” les ocasione cólicos y fuertes desarreglos intestinales. Con perdón de los nobles burros, en estos pagos hay muchos “burros” en acción. La mediocridad es muy ambiciosa; y solidaria entre sí. La cuestión es que a don Borges lo mencionan de la boca para afuera. No lo han leído ni en las contratapas… Pero que la indignación no nos desvíe de la celebración de Borges. Vayamos por él.


Lo entrevisté once veces, la primera en Mendoza, para el diario Los Andes, en 1965. Por entonces mi jefe era Antonio Di Benedetto. De aquel larguísimo “reportaje-novela” salieron las semillas de tres libros en los que mezclé reportajes, investigación y cuentos. Por años me dediqué a pesquisar a un Borges que él no contabilizaba: él dijo y escribió que era “dos Borges”. Yo –pendejo impertinente–, me empeñé en perfilar y cazar al “Tercer Borges”, una especie de inquilino atroz que jugaba a declarar barbaridades y a hacerle zancadillas al sentido común. Lo grave de esas barbaridades es que nos distraían de la prodigiosa escritura del Sumo Ciego.

El caso es que Borges en los reportajes opinaba sobre lo que sabía y, con fruición, sobre lo que no sabía. Por ejemplo, sobre el fútbol. Tan pronto opinaba que Gardel era “un cantor abominable”, como que García Lorca “era un andaluz profesional que se benefició con la muerte”. Tan pronto elogiaba a dictadores criminales como Videla o Pinochet, como afirmaba que los norteamericanos “cometieron el error de enseñarles a leer a los esclavos”, o de “no arrojar una bomba atómica en Vietnam”. Ni más ni menos: tales dichos le costarían el premio el Nobel y, lo más grave, reitero, es que esos dichos nos desviaron por mucho tiempo de la inconmensurable fiesta de su escritura.


Creo que ese “inquilino” sirvió para que don Borges se indemnizara de las travesuras y maldades que no consumó durante la impunidad de la niñez. Por suerte, al Tercer Borges el mismo Borges lo sepultó el 25 de febrero de 1985, conferencia mediante, en el Centro Cultural San Martín. En esa fecha se abuenó con la democracia; ya no dijo que era una superstición de la estadística, y no cayó en la tentación de elogiar a las dictaduras propias y ajenas. En aquella ocasión Borges declaró –sin coquetería intelectual– que más que un gran escritor era un “buen lector”. Y vaya si lo era.

Lo era por su fervor, por su prodigiosa memoria, por su agudeza, por la alquimia de sus reflexiones, por su linterna alumbradora.


De don Borges me rescato un monólogo; lo tejí con sus dichos. A veces discutíamos cordialmente. Cuando el diálogo se tensaba, a don Borges yo lo sobornaba. ¿Cómo? Le inventaba alguna historia de cuchilleros. Y, curioso, él claudicaba: quería saber de ese cuchillero. Yo aprovechaba para estirar la privilegiada conversación.


Una vez más voy a un monólogo que tejí con hebras de sus palabras.
Imaginemos: ahí se encuentra Don Borges. Está mirando sin ver por una ventana entreabierta. Más allá de la ventana, la Vida sucede. El Sumo Ciego piensa en voz alta:
–Pasó la eternidad de la noche y aquí estoy, despierto. Sigo con vida; no sé si es una buena noticia… ¿Debo repetirlo? No he sido bastante valiente; bah, ni poco valiente tampoco. ¿Una prueba? Dos pruebas. Una: el testimonio de mi dentista. Él ha comprobado mi incorregible cobardía. Dos: a la vista está. No conseguí suicidarme; esperé demasiado y advierto que el tiempo lo está haciendo por mí.


… Tuve más desdicha que felicidad, pero no culpo a nadie: como escritor fui artífice de algunas páginas perdonables, y artífice de mis desdichas. Eso sí: creo haber sido un decoroso lector.


… Un periodista pendenciero y con anteojos recién me trajo nueces, fruta que yo no había comido nunca… Muchas gracias, le dije con sinceridad… Pero este obsequio comestible, como las condecoraciones, demuestra que países y gentes cometen misteriosos desatinos. Yo no merezco estos halagos. Ni merezco tampoco castigo alguno. Además, ¿quién soy yo para merecer castigos?… No ser católico me libera del tormento de pensar en mi salvación personal. La convicción de una muerte que será absoluta, me facilita esta espera… De todos modos, amigo Rodolfo, ¡muchas gracias por las nueces!


… A veces pienso que no tengo derecho a decir que ya no seré feliz. Con eso mortifico a quienes se obstinan en quererme. ¿Por qué procedo así?… Lo cierto es que hay días en los que me entretengo turbando a quienes más quiero.


… Ambiciones no tengo. El afecto de tanta gente me resulta un misterio estadístico. No voy a permitirme por eso la insolencia del júbilo ¿no?


… Le pregunto al periodista, que me acecha: “Viene usted de la calle; tal vez presenció algún asesinato. Pronto, cuénteme.”… A propósito de muerte: no queremos aceptar que ella nos borra y que eso sí es una buena noticia… Por mi parte, lo único que me preocupa hacia el futuro es que algún desvelado cometa la mala ocurrencia de proponerme como nombre de una calle.


… No quiero convertirme en un profesional de la longevidad, vengo siendo póstumo desde que nací… Quiero decir que la vida no me suscita el menor fanatismo.


… Ya no me entretiene la obligación de ser memorable. Me cuentan que me han concedido distinciones en países lejanos… El halago de la posteridad no me consuela porque vale tanto como el halago de nuestros contemporáneos, que no vale absolutamente nada… Tengo para mí el consuelo de saberlo de antemano… Ah, uno muere por haber nacido ¿no?


… El pertinaz periodista, no hay caso, no se va, no me beneficia con su ausencia. Ahora me pide opinión sobre dos palabras intencionadas: infamia y maestro. Accedo, cómo negarme, él recién me hizo conocer las nueces… Le digo: si con esas palabras quiere aludir a mis defectos y cualidades, le contesto: No tengo nada de maestro; en todo caso soy un alumno cada día más antiguo… Infamias sí, he cometido; admito el pecado de querer ser escritor, pecado favorecido por la indulgencia de la gente… Otro pecado que cometí es haber sido impiadoso con mi madre. Ella persistía en la esperanza de suponer que mi vista iba a mejorar, pero yo no le daba tregua y siempre le contestaba: “Madre, deponga toda esperanza: estoy ciego. Ciego para siempre”. Qué me hubiera costado decirle que estaba viendo un poco más… Ni cuando ella se moría le concedí ese dulce embuste. Bueno, con esto tiene mi respuesta al interrogante sobre la infamia, mis infamias. Se lo estoy confesando: siento una honda culpa por lo que no le concedí a mi madre… En fin, quisiera tenerla viva un momento; quisiera que ella otra vez me preguntara: “Georgie, ¿cómo estás de la vista?”, para decirle: “Madre, qué curioso, estos días estoy viendo un poco más…” Ay, mi madre por años leía por mí. Mi madre era mis ojos… En fin, ya es demasiado tarde para agradecerle por aquellas lecturas infinitas…


… A esta altura de mis días y de mis noches, mejor dicho: a esta altura de la noche de mis días sólo me queda el consuelo de haber aprendido que mucho más importante que las muertes heroicas son las vidas heroicas. Ser un poco más bueno con mi madre… ¡qué me hubiera costado! Eso hubiera sido heroico para mí.


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