Violencia de exportación
Allá por 1997, el entonces presidente de la AFA, Julio Grondona, fue citado por la comisión de Deportes de la Cámara de Diputados debido al escándalo originado en el partido entre las selecciones de Bolivia y Argentina por la clasificación al Mundial de Francia 1998.
La revista "El Gráfico" había descubierto que el delantero argentino Julio Cruz, quien apareció tras la derrota del equipo albiceleste con un importante corte de un lado de la cara, había recibido un golpe desde el banco de suplentes local, pero en la otra mejilla y resultaba extraño que un cuerpo técnico como el de Daniel Passarella, tan reacio a hablar con la prensa, hubiera hecho pasar a los periodistas al vestuario con tanto ahínco.
Cuando los parlamentarios comenzaron a indagar a Grondona sobre sus vínculos con los barras bravas, la respuesta del dirigente fue sacar del bolsillo de su saco un papel, en el que aparecían las contrataciones de los violentos del fútbol por parte de los diputados de los distintos partidos, y el presidente de la AFA iba diciendo qué cargos se les había conseguido dentro del Congreso Nacional. El silencio fue atronador.
El barrabravismo, si lo entendemos como sistema organizado de violencia del fútbol, comenzó a adquirir una fuerza mucho mayor desde que terminó el Mundial de Suecia de 1958 con el fracaso de la selección argentina, goleada por Checoslovaquia por 6-1 y al regreso del torneo, los dirigentes albicelestes determinaron, de acuerdo con lo que vieron durante el certamen, que había llegado la hora de copiar ese modelo táctico que había hecho desastres a un equipo que partió hacia el torneo creyendo que volvería con la Copa del Mundo, y que fue recibido en Ezeiza con monedazos.
Esta vuelta de tuerca de lo que había sido el fútbol argentino anterior significaba darle prioridad a la ejercitación física antes que a la técnica, largas pretemporadas en los médanos y muchos entrenamientos sin la pelota, búsqueda de jugadores fornidos y los bajos y habilidosos comenzaron a quedar de lado. La prioridad era lo colectivo y lo individual pasaba a segundo plano.
Que Brasil haya sido el brillante campeón mundial en Suecia con Mario Lobo Zagallo, pelé y compañía y que se trataba de un país vecino, no fue considerado. La dirigencia tenía en claro que había que importar de Europa un sistema completo, que consistía en una manera de jugar, e incluir una serie de pautas para un nuevo negocio, desde la indumentaria deportiva hasta las publicidades y que era el único camino posible, aunque esto fue derivando en una merma de público en los estadios, la importación de una enorme cantidad de jugadores y entrenadores en lo que los presidentes de Boca Juniors -Alberto J. Armando- y River Plate -Antonio Liberti- ayudaron a denominar "Fútbol Espectáculo" y comenzó a ocurrir que en los entrenamientos de los equipos, muchos jugadores talentosos arrojaran sus camisetas a los directores técnicos, que ahora en muchos casos se los traía formados en Europa, algunos en la famosa escuela de Coverciano, con la nueva moda del juego del "Catenaccio" (Cerrojo), cada vez con más defensores para defender el arco propio.
La prensa, que fue necesaria para justificar el nuevo sistema, comenzó a ser el gran justificante de esta "nueva era", en la que los hinchas rompían los carnets, enojados con el juego, y se empezaron a alejar de los estadios, mientras que los socios subieron el tono de sus quejas en las asambleas, por lo que se buscó la manera de separarlos de las decisiones. Fue el caldo de cultivo para la contratación de grupos dedicados a la represión para que se acabara aquello de la voz y el voto.
Aquel monstruo que los dirigentes del fútbol crearon fue creciendo hasta convertirse en un flagelo al que nadie puede parar porque, en el fondo, nadie quiere pararlo y ya los muertos por violencia del fútbol superan los 350. Ya lo hemos escrito en estas páginas, pero lo volvemos a hacer con un ejemplo claro: durante la presidencia de Fernando de la Rúa, un asesor trucho convenció a alguien del Ministerio del Interior que para acabar con este asunto había que traer especialistas ingleses -aunque el hooliganismo y el barrabravismo son dos fenómenos diferentes-.
Estos especialistas recorrieron los estadios del fútbol argentino, dialogaron con varios protagonistas y políticos y llegaron a la conclusión de que no valía la pena continuar porque lo que ocurría -y esto fue manifestado a las autoridades contratadoras- era que no percibían, de fondo, ninguna voluntad de cambio. En realidad, lo que ocurría era que tanto la clase política como la dirigencia del fútbol buscaban mostrar hacia afuera una falsa intención de cambio, porque su estrecha relación con los violentos debía continuar por todos los trabajos que estos hacen de manera habitual a cambio de prebendas (ya sea dinero, drogas, pasajes, reventa de entradas y de indumentaria deportiva, etc).
El fenómeno del fútbol argentino, para colmo, trascendió fronteras cuando a principios de los años noventa apareció la TV por cable y la posibilidad de transmitir los partidos de los torneos continentales y exportar las imágenes de la liga local.
Así como se repitieron los cánticos, que, tono más, tono menos, se repite en todos los países -incluso Brasil, en donde se habla portugués- también las barras bravas fueron tomadas como modelo como símbolo de la fuerza, de la fiereza, incluso del honor. Hasta un canal de TV por cable argentino emitió durante años un programa semanal sobre las hinchadas.
Las barras bravas más fuertes y numerosas se fueron convirtiendo en leyendas y llegaron a ser contratadas por hinchadas de equipos europeos, mexicanos o sudamericanos para que dieran "clases" de "comportamiento" antes, durante y después de los partidos. Ya nadie los avasallaría: todos tendrían un "ejército" con sus propias características.
Y así, entre tanto incidente en partidos internacionales, los dirigentes del fútbol de cada país, los políticos y hasta los organismos deportivos como cada federación nacional y la Conmebol (demasiado pendiente de los negocios y los lujos particulares y la figuración en los medios como para preocuparse por prevenir cualquier hecho de violencia).
Si tras la tragedia de Heysel en Bélgica durante la final de la Copa de Campeones de Europa de 1985 entre Juventus y Liverpool, la UEFA consultó a los sociólogos de la Universidad de Lovaina para tratar de comprender lo ocurrido y cambiar hacia el futuro, la Conmebol no parece interesada en ir a fondo ante el problema cada vez más grave en Sudamérica y consultar a cientistas sociales para que trabajen en un programa de verdad.
La AFA, en tanto, no tiene estadísticas fiables sobre la violencia del fútbol argentino y tampoco hay un observatorio acorde en el Estado, que tampoco reúne estadísticas serias, lo que constituye un escándalo a esta altura.
Así es que llegamos a lo ocurrido en el partido entre Independiente y la Universidad de Chile, donde las responsabilidades se reparten entre una Conmebol ajena a todo el episodio, más pendiente de otras cosas, dos barras bravas en Independiente, un club que hace poco más de una década tuvo un presidente ejemplar como Javier Cantero, que vivió momentos de altísima tensión y en soledad dentro de la AFA por no aceptar negociar con los violentos, y los hinchas trasandinos, que arrojaron desde la tribuna de arriba hacia abajo trozos de mampostería, inodoros, espejos y todo lo que encontraron a mano, ante la extraña pasividad de la Policía y la incapacidad de la seguridad privada.
En todo caso, de manera dolorosa, pero sin ingenuidad, debe decirse que es la crónica de una violencia anunciada, que lleva décadas sin que nadie le ponga el cascabel al gato, y que la suma de complicidades es tan grande que cada vez costará más desmontarla.
Aclaración final: este columnista prefiere utilizar el término "violencia del fútbol" y no "violencia en el fútbol" porque considera que es una violencia organizada, que resulta del propio sistema corrupto del fútbol, mientras que la otra sí reúne elementos políticos y sociales.
Lo extraño es que lo ocurrido en Avellaneda no se repita más seguido.
Por Sergio Levinsky, desde Madrid
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