Opinión

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

El Día de la Madre es una ocurrencia del consumismo comercial. Lo sabemos, pero de todas formas nos dejamos persuadir. Y, ya que estamos en el octubre del 2025, nos dejamos ganar por la entrañable tentación.

Una vez más, conscientes de esa trampa camuflada por el amor, enseguida nos deslizamos hacia el afecto inconmensurable de la mujer que nos trajo a respirar por los misterios de esta intemperie que llamamos "vida". Desde hace algunos años aprovecho la ocasión para desagraviar a las hoy tan insultadas parteras de la memoria.

Si me lo permiten, antes le dedicaré unas líneas a la autora de mi sangre, a mi madre, Juana Zarategui, hija de vascos, ignorante, alguienque ni siquiera redondeó su tercer grado de la escuela primaria. Una mujer que en su vida no leyó jamás un libro, ni la contratapa de un libro leyó. Pero no le hizo falta: esta mujer hablaba el otro castellano, en un idioma que me adivinaba el pensamiento y la intención. Yo no tenía modo de gambetearla, me adivinaba, me veía. La Juana apenas si escribía para dibujar su firma, pero sabía lo que firmaba, lo intuía. Siempre andaba apurada, corriendo, compartía las tareas de mi padre y encima se encargaba de la casa y de sus tres hijos. Siempre corriendo.

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

Les voy referir un episodio sucedido en la mañana de un Jueves Santo, en nuestra casa que justamente estaba frente al Calvario de Benegas. Yo tendría unos siete u ocho años. Llegó a mi casa un ex socio de mi padre; venía con la intención de forzarlo a firmar algo. A un par de metros de distancia le apuntó con un revolver. Naturalmente, mi madre andaba husmeando, muy cerca, sin pensarlo dos veces se metió en el medio del ex socio y de mi padre, petisa como era, sacando pechos empezó a empujar al revólver que seguía apuntando peligrosamente. Así lo sacó al tipo hasta la vereda y tuvo que irse con una mochila de insultos.

Les cuento otra: cierto día mi padre trajo a la casa el primer lavarropas; basta de la lavar sobre una tabla los doce meses, en la inclemente batea. Mi vieja salió a la vereda celebrando la novedad: "¡El Andrés me regaló un jabón de lujo!". Debía decir un "Eslabón de lujo". Acertó con un error que iba a ser frecuente. Pregunto yo: ¿qué otra cosa es un lavarropas, que un "jabón de lujo"? ¿qué otra cosa es para una mujer que durante toda su vida se la pasó lavando a mano, en la batea?

Ya no está aquí, mi madre, la Juana: hace algunos años que esta mujer respira de otra manera. Y paso a hablar de otras madres esenciales: las locas, hoy abuelas o bisabuelas, las parteras de la memoria. Antes que nada: no caigamos en la trampa de creer que cuando hacemos memoria, retrocedemos. De ninguna manera: la memoria, cuando es sostenida sin feriados, no es retroceso, es eso: una semilla que crece, precisamente, para gestarnos un futuro diferente, sin sombras funestas.

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

Los argentinos tenemos madres como yunques. Y madres como martillos. Y tenemos madres como harinas. Y las hay indomables, de acero. Y es seguro que estas madres tienen dientes en sus dedos y tienen uñas en la mirada del corazón. Las hay capaces de dormir despiertas. Y las hay asumiendo el insomnio no como un sufrimiento, sino como un deber elegido. Y aquí tenemos un manojo de madres ancianitas, que van hacia sus cien años de edad, preñadas. Preñadas de la imbatible memoria. Y tengámoslo siempre presente: madres hay capaces de abrirse el pecho para arrancarse el corazón de cuajo y arrojarlo sobre los rostros que hacen alarde de su indiferencia activa. Arrojarlo al corazón ¿por qué? Arrojarlo para ver si salimos de esa sorda indiferencia activa que amparó los crímenes de los violadores de la vida y de la muerte, de los ladrones de criaturas hasta arrancadas desde la misma placenta.

Continuemos. Ay, en esta patria idolatrada, vadeando obscenidades, madres capaces de no bajarle la mirada al mismísimo sol. Son como linternas en la noche, son las parteras que, día a día, rescatan a esos que por décadas permanecieron ignorando a su identidad secuestrada. Porque así son: ellas todo lo pudieron y todo lo pueden, con el corazón de par en par. Siempre sin recurrir a ninguna violencia, ni a una sola pedrada. Buscan siempre, sin disparar una sola bala. Así es que fueron recuperando 140 nietos. De a uno, de a uno, de a uno.

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

Algunos como argumento exterminador proclaman que estas madres están afuera del mundo No es así, señora y señores. Nuestra Argentina es famosa hoy en el planeta entero, porque efectivamente aquí crecieron, Gardel y Fangio y Borges y Leloir y Maradona y Messi y el papa Francisco... Pero desde hace más de cuatro décadas la Argentina también es, muy admirada, en todo el planeta, por sus porfiadas Madres Abuelas de Plaza de Mayo. Y de todas las plazas.

Sin caer en la nostalgia lagañosa, recordemos: eran un puñadito y giraban bajo lluvias de diluvio o bajo soles rajantes. Giraban solitas, giraban desguarnecidas, "inútilmente" giraban. No sabíamos, tardamos en darnos cuenta que esas tercas eran las panaderas de la memoria.

Quedan un manojito que ya rumbean para atravesar los 100 años de edad; ancianitas, siguen saliendo, siguen buscando, siguen pariendo nietos. Ya no van solas, las acompañan seres de todas las edades, entre ellos los jóvenes que no habían nacido cuando ellas empezaban a girar, allá en la eterna oscuridad del año 1976 y siguientes..

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

La preciosa novedad es que los miles que están con las Madres Abuelas en esta infatigable faena de darle vuelta los bolsillos a la muerte, aparte de la vehemencia de los estribillos, alzan alegría. Porque no sólo estamos para el luto, sepamos que también estamos para la alegría. La alegría nos corresponde.

A propósito del coraje ilimitado de las madres, hay interrogantes que hoy más que nunca debemos considerar. Por ejemplo: en una sociedad tan fogoneada y atrapada por los elefantes medios de (des)comunicación, tan sembrada para el miedo histérico y para la paranoia que se ha convertido en ideología, en un conato de república así, tan mal sembrado, los actos arrojados de estas madres cruciales, ¿no vendrían a ser una especie de compensación a tanta crueldad consumada y consumida?

Damas y caballeros, querámoslo o no, ellas fueron la última cornisa de nuestra dignidad. El coraje de ellas sigue siendo no un coraje de utilería, mostrado en cómodas cuotas mensuales, el de ellas es un coraje sin red, de cuajo.

Pregunta: Estas mujeres, ¿son realmente heroínas o sólo responden a esa sagrada expresión del egoísmo que es la protección materna?

Vamos, Animémonos al interrogante: lo de ellas, ¿es puro coraje o es ciego amor convertido en inconsciencia irreparable?

En tiempos de incredulidad aprendamos de las Madres del Pañuelo Blanco

En todo caso, la inconsciencia de estas Madres ante situaciones extremas, nos muestra que saben pensar con el instinto. Ellas son expertas en el arte de convertir al instinto en pensamiento. Pero no hay caso, algunos mal nacidos prefieren decir que el coraje de estas Madres no es otra cosa que ciega desesperación.

Ante una legión de minimizadores de las Madres Abuelas, tan insultadas ellas en el año 2025, reduciéndolas a mera expresión de inconsciencia, propongo reflexionar una gran paradoja: es notable cómo la mentada "inconsciencia" de estas mujeres vino a servirnos para desactivar el descompromiso, el miedo paralizante. Tal la paradoja: la supuesta "inconsciencia" de ellas sacudió las "conciencias" de una sociedad sumida en el cómodo limbo de la digestión.

Pero, sea coraje o inconsciencia, es evidente que los retortijones de conciencia provocados por las Madres algo despertaron en una sociedad anestesiada por el miedo convertido en costumbre. Ellas incomodaron sin feriados. Por ellas es que aprendimos a diferenciar abstinencia y prudencia, desmemoria y reconciliación. Y sobre todo aprendimos que la paciencia es lo contrario de la resignación.

Otras preguntas: ¿Qué sería de esta patria idolatrada sin las arrojadas acciones de estas madres? ¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas? ¿Estaríamos?

Escribió Susana Sontag: "Se nos ha enseñado a olvidar perfectamente. Y ésa es la base de nuestro optimismo". Pero este concepto, tan dolorosamente cierto, se desactiva por completo a propósito de nuestras Madres del pañuelo blanco. Ellas pueden ser optimistas, precisamente, porque no olvidan, y no nos dejan olvidar. Ellas nos enseñan que no hay alegría bien habida sin la debida memoria. Y más nos enseñan: que la memoria es la forma más ardua y necesaria del optimismo. Lo que estamos sosteniendo: el optimismo de la memoria.

Hoy estamos atravesados por el cinismo y por el negacionismo. Hay casi medio país que oscila entre la injuria y la indiferencia activa. Esto es: la celebración de la barbarie. Desde el diciembre de hace un par de años la Universidad de las Madres fue un blanco alevoso y tentador. Pero ellas no renuncian a su condición de parteras de la memoria. Siguen buscando, y siguen encontrando, ellas. No se toman feriados, quedan más de 300 nietos que ni saben cómo se llaman. No se trata de números, se trata de seres humanos con más de cuarenta años que aún están por nacer. Y ellas siguen con su llama encendida, alumbrando, buscando, encontrando. En tiempos de caos y de incredulidad contagiosa, abracémonos y aprendamos el arte de la paciencia sin violencia; aprendamos de estas madres, de estas eternas parteras.

* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar

Por Rodolfo Braceli, desde Buenos Aires

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