Opinión

Pero no todo está perdido: Hay seres primordiales que no se rinden

Estamos en el octubre del año 2025 después del sufriente Cristo. Por estos pagos cunden las modas, al compás de la desesperación y la desesperanza. Pero no todo está perdido: ahi tenemos a los seres primordiales.

En Buenos Aires capital hace años hemos sido ganados por la desesperación por ponerle rejas a todo. Las rejas son feas y son fieras. Y no sólo eso: son provocadoras. Se trata de terminar con el desempleo y, por ejemplo, la aniquilación de las pymes; terminar con la paranoia que se ha convertido en ideología.

Démosle un vistazo al patético espectáculo el de las plazas enrejadas, con horarios para poder respirar su aire. Crece la histeria del miedo equivocado. Y con ella la fealdad de las rejas. Crece también la antipatía por los cartoneros, esos habitantes que, decididos a no robar, escarban nuestras bolsas de basura en busca de restos de comida. Lo que no cunde es la conciencia de que, para evitar eso que mortifica a nuestra dulce mirada, no hay que poner rejas para salvar las apariencias, como hizo en su momento el bostezante de la Rúa, como quiso el drástico (para lo que le conviene) Macri Junior. La única verdadera solución es generar trabajo genuino. A menor desocupación, menor inseguridad y menor desprolijidad. Y mayor dignidad. Y claro: pan de cada día; para todos.

Retomo un texto que tiene más de una década de edad. Estamos anegados de palabrerío, de diagnósticos referidos a lo que nos pasa y nos deja de pasar en esta, la república que nos parió. Yo mismo, con la presente columna hago mi contribución a este palabrerío que nos anega. Ante tamaña confesión, debiera poner ya mismo un punto final. Y callarme la boca. Pero más que de carne, de tentación somos. Y caemos nomás en la tentación. Caemos, pero poniéndonos una condición: hoy escribiré más que para pontificar, para compartir un par de episodios, en apariencia insignificantes. En los dos casos los protagonistas son basureros. Prodigiosos basureros.

Es una costumbre muy nuestra: generación tras generación decimos: "estamos tocando fondo", y nos preguntamos con crispada perplejidad: "¿Cómo es posible que este, nuestro aclamado país, haya llegado a esto?" A esta altura del baile pienso que debiéramos agravar la pregunta: ¿Cómo es posible que siendo como somos (y como dejamos de ser) este nuestro país exista todavía y no se haya ido a la mismísimo carajo?

Afronto el interrogante y la respuesta que encuentro es que si este conato de país aún tiene pulso es porque aquí se viene sosteniendo una ardua pulseada. De un lado, los depredadores, los charlatanes, los desvergonzados entregadores de la soberanía nacional, los frívolos, los descreídos los que en vez de política genuina producen aterramiento, cultivan las mafias. Pero del otro lado me aparecen los que laburan, los que sueñan a rajacincha, los que entienden la esperanza como un trabajo. Pese a todo. Se trata de los "ejemplos" que sí existen y que están más acá de nuestras narices. Se trata de los hombres y mujeres comunes, mejor dicho, de los primordiales. Los primordiales constituyen una franja muy grande de nuestro tan violado país, una suerte de férrea comunidad y, por ellos justamente, ésta casi patria siempre pendiente todavía tiene pulso. Y, por ellos, a este tan saqueado agujero con forma de mapa le quedan al menos las 9 (nueve) letras de su apellido: a r g e n t i n a. Poco falta para que a esas letras se las privatice, se las rifatice. Muy poco falta. Pero la cuestión es que, hoy por hoy, existe una caterva de tremendos ciudadanos dispuestos a regalar las joyas de la abuela (y a la abuela también).

El primer caso que voy a contar lo encontré y lo escribí en agosto de 1981. Todavía estábamos sumergidos en aquella pesadilla de una dictadura que hasta robaba criaturas. El paraíso de la "plata dulce" de Martínez de Hoz (tan parecido al de la Convertibilidad, y tan parecido a esto que está por estallar) hacía agua por sus cuatro costados. Había entonces sobradas razones para la tristeza, la congoja y la vergüenza. Pero no nos podíamos dar el lujo de bajar los brazos. Tal vez por esto reparé en una carta de lector del diario La Capital, de Mar del Plata. La carta refería un episodio, nada espectacular, protagonizado por un basurero municipal; alguien que sin duda pertenecía a lo que nosotros llamamos la Seca de los primordiales. La carta decía en uno de sus párrafos:

"Estaba este hombre junto al carrito municipal, que le servía para recoger los residuos que se acumulan junto al cordón de la vereda. ¿Y qué hacía él? ¡Repasaba con un trapito, uno por uno -casi podría decir, sacándole lustre- a los rayos de una de sus ruedas! Lo hacía con cariño, con dedicación fervorosa, comparable a la que suelen poner algunos fanáticos en sus autos. Y al preguntarle yo, sorprendido, sobre lo que estaba haciendo, me respondió con sonrisa candorosa: "Y... hay que tenerlo limpio."

"Hay que tenerlo limpio", dijo aquel basurero. Qué manera de darle sentido a su trabajo, de dignificarlo, de pronto la vuelta a la alegría. Qué manera de hacerle un agujerito a la cerrada noche de aquellos años obscenos.

El segundo caso, el del otro barrendero, tuve el colosal privilegio de verlo hará unos siete años en Paraná y Corrientes, en plena Capital Federal. De pronto, en el hervidero ciudadano, apareció un barrendero: iba con su escobillón, juntando las mugres del descuido y la negligencia. Hasta ahí, nada del otro mundo. Lo extraordinario era que el largo mango del escobillón también lo compartía un chico, de unos cinco años. Se ve que era su hijo. Padre e hijo, concentrados, barrían rítmicamente. Era el último tramo del día. Los alumbraba un entusiasmo arrasador, conmovedor. El presente y el futuro asidos de ese escobillón.

Yo seguía la escena desde un café. Un rato después reapareció el barrendero caminando en dirección contraria y con la familia cerca. No la gallina, era el gallo con los pollitos detrás: tres hijos, uno de ellos el mocoso que compartía el escobillón. Después, guardando el grupo de pibes, la mujer. Los tres chicos tomando su yogur.

No se me borra la escena del barrendero y su niño, barriendo a dúo. Con qué concentración, con qué seriedad lo hacían. Con qué honda alegría y con qué fe rezaban sin rezar y redimían a su trabajo.

Señoras y señores, los que según el decir del recordado José María Vilches comemos con mantelito, y tenemos el ahora privilegio de techo, alfabetización y panes diarios, debiéramos prestar atención a estos seres que integran la ancha franja de los Primordiales. Los primordiales, alumbrados por el entusiasmo diario, le socavan los cimientos a la enfermante enfermedad que padecemos desde hace décadas. Bajar los brazos, entregarse al "ma' sí", al "no hay nada que hacerle" es una comodidad que justifica esa otra forma de entrega y de corrupción que es la desesperanza.

Posdata

La desesperanza es lo que busca la antipolítica. La desesperanza es sinónimo de antidemocracia. Dejémonos de joder, no nos escondamos en la cómoda coartada del "lo que pasa es que, aquí, en la dirigencia no encontramos ejemplos". No, damas y caballeros: ejemplos hay, si es que, con los ojos y el corazón abiertos, miramos más acá de nuestras benditas narices.

A la vista está: el neoliberalismo viene con trampa, nos inyecta la desesperanza. Y a partir de eso empiezan las imitaciones del estilo Tramp, del estilo Bolsonaro. Y hoy, el estilo demencial de Milei. Recordemos aquello de "el que quiera andar armado que ande armado". Y meta reja nomás. Así socavamos a la pobre democracia. Tenemos que vencer a la conspiración de los desesperanzados. No, de ninguna manera: no todo está perdido.

* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar

Por Rodolfo Braceli, desde Buenos Aires 

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