Por Rodolfo Braceli

Nos cantamos en la Madre tierra, mejor cantémosle a ella

Nos cantamos en la Tierra y no precisamente porque le cantemos a la Tierra. Se nos escurrió el cuarto mes, estamos a medio mayo, y se nos pasó el Día Internacional de la Tierra. Realmente, ¿fue un día de celebración o de luto ecuménico?

Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires

Retomo conceptos vertidos en esta columna hace una década y media. Como de costumbre, hubo peroratas de ocasión y hubo reflexiones cruciales. Este año, como en años recientes, tuvimos una celebración ahumada porque decenas de miles de hectáreas de nuestro mapa idolatrado ardían mientras, los unos y los otros, que vendríamos a ser nosotros (esta sociedad) en vez de ir al fondo de la cuestión, nos empeñábamos, para variar, en sacar "rédito político" de la calamidad y de la muerte. Esto del rédito político alguna vez fue con la tragedia de Cromañón y después con la pandemia mundial. La necedad de los humanos ferozmente individualistas no cede, es reiterativa. También es nuestro deber ser reiterativos en la alarma.

Por ejemplo: noticias del verano del año 2007 después de Cristo nos avisaban que "por el cambio climático, hasta los esquimales necesitan refrigeración". Los inuit, en el Québec canadiense, ya instalaron aparatos para afrontar los más de 30 grados del mes de julio del 2006.

Otras noticias nos avisaron que el huracán de enero del 2007 sólo en Alemania derribó casi 25 millones de árboles. Cada desastre reflota el tema del dióxido de carbono que expulsan los benditos automóviles. Y saltan más cifras escalofriantes: la Unión Europea marca como límite los 140 gramos por km. en los gases de escapes. De las 20 marcas más conocidas sólo tres están por debajo de ese nivel. Y el presidente Trump se manda a cambiar de la cumbre de París haciendo ostentación de barullo, gesticulando como lo hacía Mussolini. Está a la vista: los países aparentemente más "civilizados" del autodenominado Primer Mundo regalan sus conciencias ecológicas, en plena democracia, a las reales dictaduras de las superempresas.

Aquella cumbre mundial de científicos en París, en un informe estremecedor, nos anunció que la temperatura media de la Tierra "subirá entre 1,8 y 4 grados en menos de cien años y el nivel de los océanos aumentará alrededor de 60 (sesenta) centímetros".

El caso es que los seres humanos, en menos de 50 años, hemos destruido más que en toda su historia planetaria, desde que tenemos memoria. Minga de 4 estaciones de 3 meses cada una. Tenemos 8 meses de verano, y nos quedan 4 meses para el otoño, la primavera y el invierno. Mientras se disuelven las estaciones siguen operando esas banda de cabrones que sostienen los "genocidios preventivos", bandas que justifican los efectos colaterales que devoran de a cientos, de a miles, las vidas de niños, ancianos y poblaciones indefensas.

Solíamos decir que "Dios tiene látigo y no se le ve". Está por verse. Lo del Dios castigador es argumento de doble filo. Mejor que invocar la multa o la sanción divina basada en el chantaje del miedo, mejor sería sembrar una justicia genuina que ponga en su sitio a los que generan hambre y analfabetismo y analfabetización; a los que pudren las aguas y pudren los aires; a los que cultivan la paranoia y el armamentismo hogareño; a los que justifican la tortura como método de "persuasión". En fin, a los que, sin asco, saquean a la Madre Tierra, y se burlan de la Pacha mama.

Así es: nuestra amada Naturaleza es violada a rajacincha, especialmente por los países ricos. Esa obscena metáfora de la esclavitud que es la globalización nace de un sistema, aparentemente triunfante, al que llamamos capitalismo, hoy neoliberalismo. Viene de ese imperio desbocado que hace "genocidios preventivos" como quien organiza kermeses para recaudar fondos.

Hasta ahora, salvo algún que otro tornado irrespetuoso, los mayores desastres se vienen padeciendo en los países hambreados. Hasta ahora. Porque hace unos años -hagamos memoria-, hubo un dramático corte de electricidad que afectó a 50 millones de personas, por empezar a Nueva York. El río de la multitud salió a las calles solidarizada por el espanto.

Qué pasó entonces: ¿Atentado? ¿Consecuencia del calor y de la calor? Por otro lado, Europa sudó la gota gorda, jadeó. Suiza, la de los bancos preferidos por nuestros atorrantes nativos, tuvo los registros más sofocantes en 250 años. La Europa occidental, tan dada a la creciente xenofobia, no pudo cerrar sus fronteras de arriba: a 1500 metros de altura el aire rompió fronteras y alcanzó los 30 grados. La sensación de Apocalipsis se acunó, por ejemplo, en la espléndida Francia: ríos resecos, incendios masivos, funerarias cerradas por falta de stock y 14 mil seres humanos muertos en un solo agosto.

Prestemos atención: hace un buen rato que estamos observando que ya no basta con ser del Primer Mundo. La madre Naturaleza está hasta la güevas, se hartó, tiene los ovarios a ras del piso. Perdió la paciencia, se calentó ofendida por la devastación de bosques, por la pudrición de aguas, por la emisión desaforada de dióxido de carbono, por la extenuación vertiginosa de suelos como los de Uruguay (destinados a producir árboles que serán devorados por las pasteras, presuntas generadoras de trabajo), o suelos como los de Argentina, destinados a la devorante, a la indiscriminada y prepotente soja. En fin, que estamos ante un Viva la Pepa que arrastró al Viva el Pepe. Esto vendría a ser algo así como "la convertibilidad de la agricultura".

Así es nomás la cosa: la Naturaleza ya se cansó de que la criminal globalización le toque el traste y algo más. Y ha empezado a no hacer distinciones entre Primer y Tercer Mundo. Los 14 mil muertos de un no lejano verano de Francia, el apagón en Estados Unidos, el aire caldeado a 1500 metros de altura en Europa, los refrigeradores entre los esquimales nos están avisando que el planeta (nuestro planeta) está en la cornisa, entró hace rato en default. Y el default alcanza ahora no sólo a los pobrecitos países saqueados y empobrecidos. Encima, aquí le sumamos incendios que se producen sin querer queriendo.

En cualquier verdulería de aquí, de París o de Nueva York o de Pekin o de Moscú escuchamos la perfecta definición para lo que nos está pasando: "No somos nada". ¿Vamos a caer en el triste consuelo del mal de muchos? No somos nada y seremos mucho menos que Nada si seguimos tolerando, con la indiferencia, indiferencia activa, por ejemplo, que en consumar un genocidio preventivo, como el de Irak, se inviertan millonadas de dólares; tantos como los que harían falta para terminar, en un par de años, con las plagas endémicas, con el analfabetismo y con el hambre impuesto para miles de millones.

Mientras sucede esta condición humana al espiedo, por favor, tomemos conciencia de la inconsciencia. Así vamos derechito hacia un apocalipsis sin necesidad de bombas nucleares. Ya estamos gestando, velozmente, el apocalipsis que nos cocinará, sin retorno.

De todas maneras, damas y caballeros, meditemos sobre algo difícil de negar: es infinitamente mejor decir "no somos nada" bien comidos y entechados y alfabetizados, que decir "no somos nada" a la intemperie, sin trabajo, frente al estupor de hijos y ancianos hambrientos.

Antes de que sea demasiado tarde: cantémosle a la Tierra. Y dejemos de cantarnos en la Tierra. ¿Hasta cuándo pensamos seguir con esta tenacidad para la suicidación?

El lector, la lectora a esta altura se estará preguntando: en el Día de la Tierra, ¿este tipo no dice nada sobre la pandemia, sobre el coronavirus?

Lo que hay que decir a la vista está. El planeta entero está atravesado de norte a sur y de este a oeste por un virus que se diversifica; no respeta edades, no respeta países poderosos y países paupérrimos, voltea a famosos, a deportistas, a presidentes, a rubios y a morochos, voltea a atletas y a ancianos.

Parece mentira, hay que aclarar una y otra vez que la pandemia no es un invento argentino. Pero la especulación y la desenfrenada búsqueda para conseguir asqueroso "rédito político" por estos pagos sigue a la orden del día. El chicaneo no sólo es inmoral, en estos momentos es criminal. No es casual lo que padece la Argentina y el mundo entero. La madre tierra viene siendo saqueada y violada. Y con la pandemia nos está pasando la factura.

Mientras que mundialmente colapsan los hospitales y los cementerios, aquí, en nuestra patria idolatrada, hay seres humanos que, al compás de las de pronto insensibles cacerolas, enarbolan su libertad personal para atentar contra las vacunas. Un día dijeron que las vacunas "envenenan". Otro día reclamaron porque "no hay suficientes vacunas". Con eso no sólo sabotean a la democracia, atentan contra la Vida misma. Colaboran para que el planeta sea una cloaca infectada, sin retorno.

No hay piedad en la corrupción del medio ambiente. Por ejemplo, en el mismísimo Monte Everest se encontraron más de dos toneladas de basura. La Argentina pudre sus ríos, lotea pedazos de mapa, atenta contra el verdadero oro, el agua. El agua es sagrada y la estamos regalando y envenenando.

Y así estamos, sin aprender lo esencial para salvarnos como país y como planeta. ¿Aprender qué? Aprender que nuestro destino como sociedad y como especie depende de que convirtamos a la libertad en sinónimo de solidaridad.

Dicho de otro modo: la solidaridad es la forma más ardua de la verdadera libertad.

El neoliberalismo angurriento colabora con el veloz suicidio planetario. Tengamos piedad. Piedad de nosotros, en el año 2025 después del sufriente Cristo.

___________________________________________________________________________________ Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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