Don Borges sabÃa leer
Lo celebramos a contrapelo del malestar de tantos periodistas, enemistados ellos con la lectura desde la más tierna infancia. Es decir: campantes iletrados de la primera hora.La vagancia y, más aún, la abulia, son más contagiosas que el mismÃsimo bostezo. Hay que decirlo con todas las sÃlabas: estamos sembrados de periodistas porfiadamente reacios a la lectura. Borges dirÃa: sembrados de escribas “pertinaces†en su ignorancia. Añado: sembrados de una manga de pavos reales engreÃdos. Y no porque los libros muerdan. O sÃ, porque los libros muerden. Si algo escasea entre los autodenominados comunicadores, son lectores genuinos. Sin ánimo de generalizar, los anti libros son demasiados, y son parejitos en la tenacidad de sus ignorancias.
Es por demás evidente: abundan los comunicadores que apenas si alcanzan el paupérrimo nivel del idioma del selvático Tarzán. Entonces, es lógico que el “24 de agosto†les ocasione cólicos y fuertes desarreglos intestinales. Con perdón de los nobles burros, en estos pagos hay muchos “burros†en acción. La mediocridad es muy ambiciosa; y solidaria entre sÃ. La cuestión es que a don Borges lo mencionan de la boca para afuera. No lo han leÃdo ni en las contratapas… Pero que la indignación no nos desvÃe de la celebración de Borges. Vayamos por él.
Lo entrevisté once veces, la primera en Mendoza, para el diario Los Andes, en 1965. Por entonces mi jefe era Antonio Di Benedetto. De aquel larguÃsimo “reportaje-novela†salieron las semillas de tres libros en los que mezclé reportajes, investigación y cuentos. Por años me dediqué a pesquisar a un Borges que él no contabilizaba: él dijo y escribió que era “dos Borgesâ€. Yo –pendejo impertinente–, me empeñé en perfilar y cazar al “Tercer Borgesâ€, una especie de inquilino atroz que jugaba a declarar barbaridades y a hacerle zancadillas al sentido común. Lo grave de esas barbaridades es que nos distraÃan de la prodigiosa escritura del Sumo Ciego.
El caso es que Borges en los reportajes opinaba sobre lo que sabÃa y, con fruición, sobre lo que no sabÃa. Por ejemplo, sobre el fútbol. Tan pronto opinaba que Gardel era “un cantor abominableâ€, como que GarcÃa Lorca “era un andaluz profesional que se benefició con la muerteâ€. Tan pronto elogiaba a dictadores criminales como Videla o Pinochet, como afirmaba que los norteamericanos “cometieron el error de enseñarles a leer a los esclavosâ€, o de “no arrojar una bomba atómica en Vietnamâ€. Ni más ni menos: tales dichos le costarÃan el premio el Nobel y, lo más grave, reitero, es que esos dichos nos desviaron por mucho tiempo de la inconmensurable fiesta de su escritura.
Creo que ese “inquilino†sirvió para que don Borges se indemnizara de las travesuras y maldades que no consumó durante la impunidad de la niñez. Por suerte, al Tercer Borges el mismo Borges lo sepultó el 25 de febrero de 1985, conferencia mediante, en el Centro Cultural San MartÃn. En esa fecha se abuenó con la democracia; ya no dijo que era una superstición de la estadÃstica, y no cayó en la tentación de elogiar a las dictaduras propias y ajenas. En aquella ocasión Borges declaró –sin coqueterÃa intelectual– que más que un gran escritor era un “buen lectorâ€. Y vaya si lo era.
Lo era por su fervor, por su prodigiosa memoria, por su agudeza, por la alquimia de sus reflexiones, por su linterna alumbradora.
De don Borges me rescato un monólogo; lo tejà con sus dichos. A veces discutÃamos cordialmente. Cuando el diálogo se tensaba, a don Borges yo lo sobornaba. ¿Cómo? Le inventaba alguna historia de cuchilleros. Y, curioso, él claudicaba: querÃa saber de ese cuchillero. Yo aprovechaba para estirar la privilegiada conversación.
Una vez más voy a un monólogo que tejà con hebras de sus palabras.Imaginemos: ahà se encuentra Don Borges. Está mirando sin ver por una ventana entreabierta. Más allá de la ventana, la Vida sucede. El Sumo Ciego piensa en voz alta:–Pasó la eternidad de la noche y aquà estoy, despierto. Sigo con vida; no sé si es una buena noticia… ¿Debo repetirlo? No he sido bastante valiente; bah, ni poco valiente tampoco. ¿Una prueba? Dos pruebas. Una: el testimonio de mi dentista. Él ha comprobado mi incorregible cobardÃa. Dos: a la vista está. No conseguà suicidarme; esperé demasiado y advierto que el tiempo lo está haciendo por mÃ.
… Tuve más desdicha que felicidad, pero no culpo a nadie: como escritor fui artÃfice de algunas páginas perdonables, y artÃfice de mis desdichas. Eso sÃ: creo haber sido un decoroso lector.
… Un periodista pendenciero y con anteojos recién me trajo nueces, fruta que yo no habÃa comido nunca… Muchas gracias, le dije con sinceridad… Pero este obsequio comestible, como las condecoraciones, demuestra que paÃses y gentes cometen misteriosos desatinos. Yo no merezco estos halagos. Ni merezco tampoco castigo alguno. Además, ¿quién soy yo para merecer castigos?… No ser católico me libera del tormento de pensar en mi salvación personal. La convicción de una muerte que será absoluta, me facilita esta espera… De todos modos, amigo Rodolfo, ¡muchas gracias por las nueces!
… A veces pienso que no tengo derecho a decir que ya no seré feliz. Con eso mortifico a quienes se obstinan en quererme. ¿Por qué procedo asÃ?… Lo cierto es que hay dÃas en los que me entretengo turbando a quienes más quiero.
… Ambiciones no tengo. El afecto de tanta gente me resulta un misterio estadÃstico. No voy a permitirme por eso la insolencia del júbilo ¿no?
… Le pregunto al periodista, que me acecha: “Viene usted de la calle; tal vez presenció algún asesinato. Pronto, cuénteme.â€â€¦ A propósito de muerte: no queremos aceptar que ella nos borra y que eso sà es una buena noticia… Por mi parte, lo único que me preocupa hacia el futuro es que algún desvelado cometa la mala ocurrencia de proponerme como nombre de una calle.
… No quiero convertirme en un profesional de la longevidad, vengo siendo póstumo desde que nacÃ… Quiero decir que la vida no me suscita el menor fanatismo.
… Ya no me entretiene la obligación de ser memorable. Me cuentan que me han concedido distinciones en paÃses lejanos… El halago de la posteridad no me consuela porque vale tanto como el halago de nuestros contemporáneos, que no vale absolutamente nada… Tengo para mà el consuelo de saberlo de antemano… Ah, uno muere por haber nacido ¿no?
… El pertinaz periodista, no hay caso, no se va, no me beneficia con su ausencia. Ahora me pide opinión sobre dos palabras intencionadas: infamia y maestro. Accedo, cómo negarme, él recién me hizo conocer las nueces… Le digo: si con esas palabras quiere aludir a mis defectos y cualidades, le contesto: No tengo nada de maestro; en todo caso soy un alumno cada dÃa más antiguo… Infamias sÃ, he cometido; admito el pecado de querer ser escritor, pecado favorecido por la indulgencia de la gente… Otro pecado que cometà es haber sido impiadoso con mi madre. Ella persistÃa en la esperanza de suponer que mi vista iba a mejorar, pero yo no le daba tregua y siempre le contestaba: “Madre, deponga toda esperanza: estoy ciego. Ciego para siempreâ€. Qué me hubiera costado decirle que estaba viendo un poco más… Ni cuando ella se morÃa le concedà ese dulce embuste. Bueno, con esto tiene mi respuesta al interrogante sobre la infamia, mis infamias. Se lo estoy confesando: siento una honda culpa por lo que no le concedà a mi madre… En fin, quisiera tenerla viva un momento; quisiera que ella otra vez me preguntara: “Georgie, ¿cómo estás de la vista?â€, para decirle: “Madre, qué curioso, estos dÃas estoy viendo un poco más…†Ay, mi madre por años leÃa por mÃ. Mi madre era mis ojos… En fin, ya es demasiado tarde para agradecerle por aquellas lecturas infinitas…
… A esta altura de mis dÃas y de mis noches, mejor dicho: a esta altura de la noche de mis dÃas sólo me queda el consuelo de haber aprendido que mucho más importante que las muertes heroicas son las vidas heroicas. Ser un poco más bueno con mi madre… ¡qué me hubiera costado! Eso hubiera sido heroico para mÃ.