José María Gatica, Capítulo XXIV
Exclusivo Jornada
Si a José María Gatica le hubiera tocado pasar a la historia, no como pugilista sino como hombre, por sus vicisitudes como ser humano que fue, seguramente en lugar de uno de los mayores boxeadores argentinos debiera ser recordado como el más desdichado de los seres humanos que diera el país, en ese antiguo oficio de pegar. Se dirá que también lo fueron otros grandes como Justo Suárez, Monzón, Bonavena. Sí, pero con la diferencia de que no les tocó dramatizar la inacabable y desoladora decadencia que se ensañó con Gatica en la última etapa de su vida, hasta el punto de hacerlo morir en la más absoluta miseria triturado por las ruedas traseras de un colectivo.
El gran escritor argentino, el inolvidable gordo Osvaldo Soriano.
“No me dejes solo, hermano”. Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los espasmos, Gatica se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas de un colectivo, a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los que miraban esa piltrafa cercana a la muerte habrán reconocido el cuerpo de José María Gatica, uno de los mayores ídolos que tuvo el boxeo argentino.
Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó hacer pie en el estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria como tantos otros; algún rasgo lo distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén por el futuro. Era uno de esos hombres obligados a soñar con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y ovaciones.
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